Siempre habían deseado marcharse de la ciudad y vivir en una granja. John Shepherd-Barron y su mujer, Caroline, amaban la naturaleza y tenían ganas de abandonar el ruido y el ritmo estresante de la capital. Pensaron que la tranquilidad del campo escocés les vendría muy bien a los dos, particularmente a él, un apasionado de idear artilugios que facilitaran la vida a la gente.
Pero cuando uno inicia una nueva vida también deja atrás muchas cosas y se ve obligado a adoptar nuevas costumbres. Una de las que más incomodaban a John era tener que acudir a la gran ciudad siempre que necesitaba dinero. No era seguro tenerlo todo en casa y, lógicamente, guardaba sus ahorros en un banco. Cansado de ir y venir hasta la capital por ese motivo, y sobre todo después de que en varias ocasiones encontrara cerrada la oficina bancaria, empezó a pensar en poner solución a esa reiterada incomodidad.
Transcurría el año 1965 cuando John Shepherd-Barron, que había nacido en la India británica (1925) y servido en la Segunda Guerra Mundial como capitán de paracaidistas, tuvo una brillante idea mientras tomaba un baño relajante en su casa. “Pensé que tenía que haber una forma de poder acceder a mi dinero a cualquier hora y en cualquier parte del Reino Unido o del mundo. Y se me ocurrió la idea de crear una máquina parecida a los dispensadores automáticos de golosinas, que entregara efectivo en lugar de bombones de chocolate”, recordaba en una entrevista concedida a la BBC en el año 2007.
La manera de obtener los billetes sería introduciendo unos cheques, previamente emitidos y descontados de la cuenta del banco, por valor de una cantidad determinada (el máximo fijado inicialmente fue de diez libras por cheque). Pero la invención fue todavía algo más compleja. Para que la máquina se activara, cada cheque iría impregnado de una sustancia química, ligeramente radiactiva: el carbono 14. Algo que, sin embargo, según comentó en su día el propio inventor, no acarreaba ningún peligro. “Tendría que comerme más de 136.000 cheques de este tipo para que tuvieran algún efecto sobre mi salud”, dijo en una ocasión.
“Después de que en varias ocasiones encontrara cerrada la oficina bancaria, empezó a pensar en poner solución a esa reiterada incomodidad.”
Al tratarse de dinero, John pensó que debería contar con mayores medidas de seguridad. Se le ocurrió entonces que cada usuario tuviera una clave personal, un código de seis cifras que le permitiera acceder al dinero. Sin embargo, un comentario de su mujer le hizo introducir algunos cambios. “Estábamos en la cocina y ella dijo que lo más que podría recordar serían cuatro dígitos”, relataba John Shepherd-Barron a la BBC. Fue cuando John decidió que, en lugar de seis, fueran cuatro las cifras que integraran la clave personal de cada cliente, lo que hoy conocemos como el número PIN.
El primer cajero automático, producto de la invención de Shepherd-Barron, se instaló en 1967, en una sucursal de Barclays en Enfield, al norte de Londres. Desde entonces, millones de cajeros se han ido implantando en ciudades de todo el mundo. No obstante, y pese al éxito de su idea, Shepherd-Barron se atrevió a pronosticar a la BBC la desaparición del dinero en efectivo e incluso la utilización de los móviles para pequeñas transacciones. “Transportar el dinero conlleva un coste. Por eso creo que el dinero en efectivo tiene los días contados y podría llegar a desaparecer en tres o cinco años”, vaticinó en el año 2007. Algo que sus ojos no llegarían nunca a ver, ya que el inventor británico falleció en 2010.
“Pensé que tenía que haber una forma de poder acceder a mi dinero a cualquier hora y en cualquier parte del mundo.”
Sin embargo, John Shepherd-Barron no es el único que se atribuye la paternidad del invento. Unos años antes, a finales de la década de 1930, un ciudadano estadounidense de origen turco comenzó a trabajar en el diseño de una máquina algo parecida. Se llamaba Luther George Simjian y también fue inventor de múltiples objetos, como la cámara fotográfica con enfoque automático o un velocímetro para aviones. De hecho, con el apoyo de Citicorp Bank, que años después se convertiría en Citibank, Simjian llegó a instalar su diseño de cajero en la ciudad de Nueva York. Pero el invento de Simjian no tuvo demasiada aceptación y, al cabo de unos cuantos meses, tuvieron que retirarlo por el poco uso que el público hacía de él. “Al parecer, las únicas personas que usaban las máquinas eran un reducido número de prostitutas y apostadores, que no querían enfrentarse cara a cara al personal de caja de los bancos”, escribió en una autobiografía publicada hace unos años. Ello no impidió que Simjian registrara hasta veinte patentes distintas del invento que después ayudarían a mejorar los cajeros, una vez que se hicieron más populares.
Igualmente, otro ciudadano británico, el escocés James Goodfellow, reclama la autoría del cajero tal como lo conocemos hoy en día. Fue él quien introdujo las tarjetas plastificadas que reemplazaron, años después, a los incómodos cheques radiactivos. Para evitar disputas por la invención, la Reina de Inglaterra les honraría, años más tarde, un reconocimiento a él y a su compatriota Shepherd-Barron por su contribución al mundo de la banca.
Fuera quien fuere el inventor del cajero automático, no cabe duda de que hoy sería inconcebible la vida cotidiana sin él. De hecho, décadas después de aquello, existen 2.6 millones de unidades repartidas por todo el mundo y se espera que la cifra aumente hasta los 3.7 millones en el 2018, según la consultora británica Retail Banking Research.